Un hombre que se sentía orgullosísimo del césped de su jardín se encontró un buen día con que en dicho césped crecía una gran cantidad de dientes de león. Y aunque trató por todos los medios de librarse de ellos, no pudo impedir que se convirtieran en una auténtica plaga.
Al final escribió al ministerio de Agricultura, refiriendo todos los intentos que había hecho, y concluía la carta preguntando: «¿Qué puedo hacer?». Al poco tiempo llegó la respuesta: «Le sugerimos que aprenda a amarlos».
También yo tenía un césped del que estaba muy orgulloso, y también sufrí una plaga de «dientes de león» que traté de combatir con todos los medios a mi alcance. De modo que el aprender a amarlos no fue nada fácil.
Comencé por hablarles todos los días cordial y amistosamente. Pero ellos solo respondían con su hosco silencio. Aún les dolía la batalla que había librado contra ellos. Probablemente recelaban de mis motivos.
Pero no tuve que aguardar mucho tiempo a que volvieran a sonreír y a recuperar su sosiego. Incluso respondían ya a lo que yo les decía. Pronto fuimos amigos.
Por supuesto que mi césped quedó arruinado, pero ¡qué delicioso se hizo mi jardín!
Poco a poco iba quedándose ciego, a pesar de que trató de evitarlo por todos los medios. Y cuando las medicinas ya no surtían efecto, tuvo que combatir con todas sus emociones. Yo mismo necesitaba armarme de valor para decirle: «Te sugiero que aprendas a amar tu ceguera».
Fue una verdadera lucha. Al principio se resistía a trabar contacto con ella, a decirle una sola palabra. Y cuando, al fin, consiguió hablar con su ceguera, sus palabras eran de enfado y amargura. Pero siguió hablando y, poco a poco, las palabras fueron haciéndose palabras de resignación; de tolerancia y de aceptación…. hasta que un día, para su sorpresa, se hicieron palabras de simpatía… y de amor. Había llegado el momento en que fue capaz de rodear con su brazo a su ceguera y decirle: «Te amo». Y aquel día le vi sonreír de nuevo. Y ¡qué sonrisa tan dulce!
Naturalmente que había perdido la vista para siempre. Pero ¡qué bello se hizo su rostro! Mucho más bello que antes de que le sobreviniera la ceguera.
(Anthony de Mello)