El difícil legado que nos dejó el Maestro
Ojo por ojo, diente por diente, vida por vida… es la actitud vengativa de la represalia que adoptó la sociedad en los tiempos primitivos y que siguieron todas las tribus en vías de evolución (Cf 70:10.9). Mucho más tarde, este reconocimiento pasó a ponerse por escrito y a considerarse como ley de Moisés.
La respuesta de Jesús a esta supuesta ley de Moisés —la cual desaprobaba totalmente, pues rechazaba todo concepto de rencor o de venganza privada (Cf 140:8.5)—, fue: «Vuestra regla no ha de ser medida por medida… Devolveréis bien por mal» (140:6.9). Se atrevió a proponer la novedosa idea de «hacer algo positivo por salvar al malhechor en lugar de seguir el viejo principio de la represalia» (159:5.11). «Mis discípulos no solo deben dejar de hacer el mal, sino aprender a hacer el bien» (156:2.7). Jesús aborrecía tanto la idea de venganza como la de resignación a ser una víctima pasiva de la injusticia. Así que planteó osadamente esta tercera vía al conflicto.
Ya tenemos lo que llamo «primer grado de dificultad» que nos exige Jesús a su seguimiento: devolver bien por mal.
También Jesús propuso la idea del amor fraternal, o la llamada regla de oro. En 101:5.11 se iguala a la regla de oro con el amor. Pero ¿en qué consiste ese amor o regla? «El amor fraternal consiste en amar al prójimo como os amáis a vosotros mismos, y esto sería el cumplimiento adecuado de la “regla de oro”» (140:5.1). Este mandato del Maestro exige «tratar al prójimo de tal forma que sus semejantes reciban el mayor bien posible de su contacto con los creyentes. Esta es la esencia de la verdadera religión: que améis a vuestro prójimo como a vosotros mismos» (180:5.7). Y es la fe del creyente la que «obliga a la persona religiosa a vivir heroicamente la regla de oro» (101:8.4).
Ya tenemos un «segundo grado de exigencia o heroísmo»: tratar a los demás como hermanos, de manera que reciban el mayor bien posible en cada concreta interrelación.
Pero Jesús no se contentó aún con estos dos retos ya difíciles de practicar. Nos pidió mucho más, al menos lo enseñó así a sus discípulos —incluyendo, claro está, a sus apóstoles— (Cf 140:5.1) y, por ende, a todos los que queramos sumarnos a esta heroica observación. Desde el sermón de la montaña hasta el discurso de la Última Cena, propuso un plus a mayores: el afecto paternal, que exige que «améis a vuestros semejantes mortales como Jesús os ama a vosotros» (140:5.1). Este tremendo matiz, desarrollado en las cuatro últimas bienaventuranzas (como compasión, misericordia, promoción de la paz y soportar las persecuciones), significa que Jesús esperaba de sus seguidores «que se esforzaran tanto en parecerse a Dios —en ser perfectos como el Padre del cielo es perfecto— que pudieran empezar a considerar a los hombres como Dios considera a sus criaturas y, por lo tanto, pudieran empezar a amar a los hombres como Dios los ama» (140:5.3). Esto que parece imposible, Jesús lo fundamentó en el conocimiento personal e interior que podemos lograr del Padre Universal: «cuando conocéis al Padre os sentís confirmados en la seguridad de vuestra filiación divina y podéis amar cada vez más a cada uno de vuestros hermanos en la carne, no solo como hermano, con amor fraternal, sino también con amor de padre, con afecto paternal» (140:5.13).
Y aquí tenemos el «tercer grado de heroicidad»: tratar a los demás como si fuera Dios mismo quien se relacionase con ellos, con el amor del Padre.
El problema, y con esto termino, es que «hay muy pocos discípulos auténticos…, muy pocos de los que se declaran seguidores de Jesús que vivan y amen realmente como él enseñó a sus discípulos a vivir, amar y servir» (195:10.5).