Dos ángeles sobrevuelan el Berlín de la posguerra, la ciudad partida en dos: Damiel y Cassiell. Son invisibles, salvo para los niños. Se cubren con abrigos oscuros, vuelan. Son eternos, protectores y vagabundos. Miran la realidad de los humanos en sepia. Los acompañan, los adivinan, pueden escuchar sus pensamientos. No tienen la posibilidad de sentir como sienten los humanos y son sin embargo ángeles empáticos. Comparten fragmentos de la vida de las personas, los acarician con la mirada, los sostienen sin que ellos lo sepan.
Les hablo de la conmovedora película El cielo sobre Berlín, dirigida por Wim Wenders.
Sin que nadie llegue a percibirlo, estos ángeles entran en una biblioteca. Como los humanos no pueden verlos, los ángeles se acercan con libertad, se sientan al lado de los humanos o les colocan una mano en el hombro. Intrigados, se asoman a los libros que están leyendo. Acarician el lápiz de un estudiante. Junto a unos niños, imitan el gesto de rozar las líneas con el dedo índice. Observan a su alrededor, con curiosidad, rostros ensimismados y miradas sumergidas en las palabras…
Los ángeles poseen el don de escuchar los pensamientos de las personas. Nadie habla, pero captan las sílabas silenciosas de la lectura. Leer construye una comunicación íntima, una soledad sonora que a los ángeles les resulta sorprendente y milagrosa.
Al igual que esta secuencia de la película, si pudiéramos estar presentes en la fascinante y remota Biblioteca de Alejandría estaríamos en unas estancias pobladas de rumores y bisbiseos a media voz. En la Antigüedad, cuando los ojos reconocían las letras, la lengua las pronunciaba, el cuerpo seguía el ritmo del texto y el pie golpeaba el suelo al ritmo. La escritura se oía. Pocos imaginaban que fuera posible leer de otra manera.
Ahora hablemos de ti, querido lector o lectora, que lees este editorial de nuestra revista. Ahora mismo, leyendo estas letras, estos garabatos negro sobre blanco en tu pantalla, estás realizando una actividad misteriosa e inquietante, aunque la fuerza de la costumbre te impide asombrarte por lo que haces. Piénsalo bien. Estás en silencio, recorriendo estas letras que te comunican ideas del mundo que te rodea ahora mismo. Te has retirado a una habitación interior donde te hablan personas lejanas en el tiempo o el espacio. Has creado una realidad paralela parecida a la ilusión cinematográfica, una realidad que depende solo de ti.
Pero esto no ha sido siempre así. Desde los primeros siglos de la escritura hasta la Edad Media, la norma era leer en voz alta, para uno mismo o para otros, y los escritores pronunciaban las frases a medida que las escribían escuchando su musicalidad. Los libros no eran una canción que se cantaba con la mente, como ahora, sino una melodía que sonaba en voz alta. Los pórticos de las bibliotecas antiguas no estaban silenciosos, sino invadidos por las voces y ecos de las páginas leídas. Quizá por eso los primeros en leer como lo haces tú, en silencio, en libertad individual, en conversación muda con el escritor, llamaban la atención en su tiempo.
En el siglo IV, Agustín se quedó tan intrigado al ver leer de esta forma al obispo Ambrosio de Milán que lo anotó en sus Confesiones. Era la primera vez que alguien hacía algo así delante de él. Agustín se da cuenta de que ese lector no está a su lado a pesar de su proximidad física, sino que está en otro mundo, viaja sin moverse y sin revelar dónde encontrarlo.
Eres, por tanto, un tipo muy especial de lector. Este diálogo silencioso entre tú y yo, libre y secreto, es una asombrosa invención. Algo que no debemos dejar que desaparezca, arrastrado por el aluvión de imágenes y estímulos digitales actuales.
Esta pequeña disertación acerca de la importancia de la lectura, de su singularidad y valor, busca revalorizar el acto cotidiano que tantos lectores de El libro de Urantia hacemos cada día, en diferentes partes del mundo y en diferentes lenguas. Bien solos, bien en grupos.
Cuando el 12 de octubre de 1955 salió a la luz pública y se difundió el libro azul, de esto hace ya 67 años, más de medio siglo, los reveladores sabían cuán importante era para nuestro progreso la lectura. Desde entonces no se ha cesado de editar la quinta revelación, de traducirse a decenas de lenguas, de ser leído a solas y de ser analizado en grupos, conferencias y encuentros por todo el planeta.
Precisamente ahora, en octubre, celebramos los 67 años de la publicación de El libro de Urantia. Un libro que formula al principio su intención de expandir nuestra cosmovisión y desarrollo espiritual:
En nuestro esfuerzo por expandir la consciencia cósmica y elevar la percepción espiritual, es extremadamente difícil presentar conceptos ampliados y una verdad avanzada cuando estamos restringidos al uso de un lenguaje circunscrito del mundo. Sin embargo, tenemos el mandato de hacer todos los esfuerzos posibles para transmitir nuestros significados utilizando los símbolos verbales de la lengua inglesa. 0:0.2 (1.2)
Esta labor tan crucial que formula el libro azul en sus comienzos no sería posible si no estuviera fijado en un texto miles de ideas nuevas, rompedoras, expansivas. Un texto que puede ser releído cientos de veces, subrayado, resaltado en el papel. Un texto que, cada vez que es leído en ese diálogo silencioso a que hacía alusión antes, es comprendido mejor, es captado en mayores matices no vislumbrados en la primera lectura.
Esta manera tan llamativa de revelar la Deidad sus proyectos, no utilizando a personas como mensajeros, sino utilizando un elemento de tecnología humana como son los libros, ¿no os llama la atención? Un elemento que nos permite la comunicación íntima entre la mente de los que han elaborado los diferentes documentos del LU y los seres humanos. Es asombroso que este libro prodigioso permita esta comunicación con seres estelares, extraterrestres (y también con seres terrestres no tan conocidos como los seres intermedios). Una comunicación mente/mente que nos muestra que TODOS somos seres personales, todos somos capaces de establecer comunicación, todos formamos parte de una gran hermandad cósmica.
El mismo libro nos resalta este deseo divino de comunicación, este esfuerzo de ser revelado con multitud de recursos:
Nuestro Padre no se esconde, no se recluye arbitrariamente. Ha movilizado los recursos de la sabiduría divina en un esfuerzo sin fin para revelarse a los hijos de sus dominios universales. Hay una grandeza infinita y una generosidad inexpresable vinculadas a la majestad de su amor que hacen que anhele relacionarse con cada ser creado que pueda comprenderlo, amarlo o acercarse a él. Son, por lo tanto, las limitaciones inherentes a vosotros mismos, inseparables de vuestra personalidad finita y de vuestra existencia material, las que determinan el tiempo y el lugar y las circunstancias en las que podréis alcanzar la meta del viaje de ascensión del mortal y estar en la presencia del Padre en el centro de todas las cosas. 5:1.2 (62.4)
Los reveladores saben que esta comunicación tan inusual va a ser posible no sólo por el material del libro sino también por la presencia interna de una Chispa divina. Ahí está la clave de la comprensión del texto:
Aunque para acercaros a la presencia paradisíaca del Padre tengáis que esperar a alcanzar los niveles finitos más altos de progresión espiritual, deberíais regocijaros al reconocer la posibilidad siempre presente de comunión inmediata con el espíritu otorgado del Padre que tan íntimamente se asocia con vuestra alma interior y con vuestro yo en espiritualización. 5:1.3 (63.1)
El texto escrito hace ya 67 años es una puerta que, una vez abierta, una vez pasamos al otro lado, nos damos cuenta de que es un instrumento que nos lleva a descubrir que lo más importante de todo es el AMOR. Pero, realmente, todo es una puerta, todo está abierto para llegar a nuestra esencia fundamental… que es amorosa.
«Aquel día, el sermón del Maestro se redujo a una sola y enigmática sentencia.
»Se limitó a sonreír con ironía y a decir: “Todo lo que yo hago aquí es estar sentado en la orilla y vender agua del río”.
»Y concluyó su sermón.
El aguador había instalado su puesto a la orilla del río y acudían miles de personas a comprarle agua. Todo el éxito de su negocio dependía de que aquellas personas no vieran el río. Cuando, al fin, vieron, él cerró el negocio.»
Atravesemos la puerta que es El libro de Urantia, descubramos con su lectura lo que siempre ha estado ahí, a nuestro alcance, a mano: el río que todos tenemos dentro.