Todo muere y resucita, una y otra vez…
El domingo 26 de febrero por la noche llegó a Filadelfia un corredor procedente de Betania con un mensaje de Marta y María que decía: «Señor, aquel a quien amas está muy enfermo». Jesús recibió el mensaje al final de la reunión vespertina, justo cuando se despedía de los apóstoles para pasar la noche. Al principio Jesús no dijo nada. Hubo uno de esos extraños intervalos en los que parecía estar en comunicación con algo fuera de él y más allá. Luego levantó los ojos y dijo al mensajero de forma que pudieran oírle los apóstoles: «Esta enfermedad no es para la muerte, será sin duda para glorificar a Dios y exaltar al Hijo». 167:4.1 (1836.6)
El Maestro siguió en silencio a las dos hermanas afligidas y lloró. Los judíos amigos que los seguían vieron sus lágrimas, y uno de ellos dijo: «Mirad cómo lo amaba. ¿No podía este que abrió los ojos del ciego haber impedido que este hombre muriera?». Para entonces estaban ya ante la tumba familiar, una pequeña cueva natural o declive en un saliente de roca de unos diez metros de altura en el extremo más alejado del jardín. 168:1.1 (1843.7)
En esta historia de la resurrección de Lázaro hay un curioso contraste en el que sus comentaristas no han insistido lo suficiente: el de Jesús, que ante la noticia de la enfermedad de su gran amigo Lázaro da la impresión de permanecer impasible (hasta el punto de dilatar su visita un par de días), y el del otro Jesús que, por contra, se echa a llorar hasta el sollozo cuando es informado de su defunción. Conmueve este Jesús que se deshace en lágrimas y sorprende, por el contrario, ese otro Jesús que se mantiene entero, casi indiferente, ante una noticia tan grave.
¿Qué podría significar esto?
Una posible lectura sería que Jesús sabe que el mal no tiene verdadero poder sobre este mundo, que sabe que su dominio es solo relativo y temporal; de ahí que se mantenga tan sereno y ecuánime ante la desgracia de su buen amigo Lázaro. Sabe que, pase lo que pase, no será fatal. Pero, ante el desgarro de Marta y María (también grandes amigas suyas), ante la desolación que observó, Jesús responde con el llanto, abrumado por un terrible mal.
Jesús sabe mantenerse sereno cuando el mal llama a su puerta, pero también sabe responder con el corazón cuando asiste al estrago de sus obras.
Esta amistad tan hermosa entre Jesús y Lázaro es el paradigma de una verdadera amistad: el amigo que saca al amigo del hoyo y le devuelve la vitalidad perdida. Eso es ser un verdadero amigo: alguien que llora cuando caes al agujero, alguien que te ayuda a salir de él y a restablecerte para volver a vivir.
Todo cuanto sucede (bueno, malo, regular) prueba la fortaleza o debilidad de una amistad (especialmente cuando aparece la muerte, la gran prueba). Un amigo verdadero ve toda prueba que sufre un amigo no como una amenaza, sino como una ocasión para fortalecer su amistad: «Esta enfermedad no es para la muerte, será sin duda para glorificar a Dios y exaltar al Hijo.»
Todo lo que sucede en una verdadera amistad es para Su gloria. En una relación de amigos uno está con y para el otro, pase lo que pase. De forma incondicional.
Podemos seguir reflexionando sobre este impactante pasaje de la vida de nuestro Creador: el amigo vivo que acude al rescate de su gran amigo también podríamos ser nosotros.
Lo primero que hay que hacer es llorar, por supuesto, dado que el cuerpo debe expresar lo que el alma tiene dentro. Debe sacarlo fuera para liberarse y poder dar paso a lo siguiente.
Lo siguiente es ir al sepulcro, quitar la losa, ver el cadáver y sufrir su hedor. Ir al sepulcro, es decir, acudir al lugar en que está todo lo que ha muerto en ti. Quitar la losa, es decir, destapar el inconsciente y ver y sufrir la oscuridad que has ocultado durante tantos años… por fin, sufrir. Hay que pasar por ahí.
Esto sucede en Betania, un lugar para recuperarse y descansar. Ese centro de equilibrio está ahí y te llama. Levántate y ve hacia él. Ese sitio tiene un núcleo: una cueva, que encontraremos cubierta por una gran piedra. Desplazamos la piedra y a continuación, elevamos los ojos al cielo. Elevar los ojos es importante: sin luz, lo oscuro no se puede iluminar. Y también alzando los ojos al cielo agradecemos lo que vamos a pedir, pues sabemos que se va a conceder. Agradecemos ser un indigente que pide. El don que pedimos es solo una muestra de que todo es un don. La resurrección de Lázaro no es solo la reanimación de un cadáver, sino también un signo de que todo sin excepción está siempre resucitando.
Luego gritamos: ¡Amigo, ven! Deja ya la oscuridad, sal a la luz, retorna a donde perteneces, deja tus vendas y sudario, camina, camina… La llamada del amigo: todo el evangelio se resume en estas palabras. Dentro de nosotros hay un amigo que nos llama.
Tras el llanto de Jesús, vienen sus palabras liberadoras: ¡Sal, ven afuera! No te quedes dentro, en el agujero de tus problemas. Respira el aire de este mundo, oxigénate. Solo resucitas cuando te das cuenta de que te habías muerto.
Esta misma actitud valiente, hermosa, vivificante de Jesús la observamos en otro pasaje que solo conocemos gracias a El libro de Urantia: en el viaje por el Mediterráneo que realizó nuestro Maestro, se encuentra en una isla con un joven atribulado y solitario.
Jesús tuvo una larga conversación en las montañas con un joven temeroso y abatido que se había refugiado en la soledad de las colinas porque no encontraba valor ni consuelo en la relación con sus semejantes. Este joven había sufrido desde pequeño sentimientos de desamparo e inferioridad, y estas tendencias naturales se habían visto agravadas por muchas circunstancias difíciles durante su crecimiento, sobre todo por la pérdida de su padre a los doce años. Al encontrarse con él, Jesús le dijo: «¡Saludos, amigo!, ¿por qué estás tan abatido en un día tan hermoso?» 130:6.1 (1437.1)
En este joven con miedo, del que desconocemos su nombre, vemos un ser que está llevando una vida vacía, «muerta» por el dolor de la soledad y la autocompasión. Estaba atrapado entre aquellas hermosas montañas, y sorprendentemente, una mano amiga consigue que reviva y que se levante, cual otro Lázaro.
Para entonces el joven ya estaba deseando hablar con Jesús, y se arrodilló a sus pies implorándole que lo ayudara, que le mostrara el camino para escapar de su mundo de penas y fracasos personales. Jesús le dijo «¡Levántate, amigo!, ¡Ponte de pie como un hombre! Puede que estés rodeado de pequeños enemigos y que haya muchos obstáculos en tu camino, pero las cosas grandes y las cosas reales de este mundo y del universo están de tu parte. El sol sale todas las mañanas para saludarte a ti exactamente igual que al hombre más próspero y poderoso de la tierra. Mírate: tienes un cuerpo fuerte y unos músculos poderosos, tu físico es superior a la media». 130:6.3 (1437.3)
Nuevamente comprobamos cómo una mano amiga nos puede restaurar a la Vida. Cómo, efectivamente, nuestro Dios es cercano y es nuestro mejor amigo, que nos conoce en lo más íntimo y nos ama profundamente. Es totalmente cierto que cuando el Cielo quiere salvar a un ser humano, le envía el Amor. Y siempre es su deseo salvarnos.
Jesús le contestó poniéndole suavemente la mano en el hombro: «No, hijo, no con palabras, pero apelaste a mi corazón con tu mirada anhelante. Muchacho, para alguien que ama a sus semejantes, tu actitud de desesperanza y desaliento es una clara petición de ayuda». 130:6.2 (1437.2)
Todo, sin excepción, está siempre resucitando. Caemos y nos levantamos, disfrutamos de alegrías que nos vivifican y en poco tiempo viene la tristeza o el desconsuelo, que nos paraliza. No hay verdad más eterna que el cambio constante, en este mundo dual en el que vivimos.
Nutridos por El libro de Urantia, acerquémonos a la Vida, a todo lo que nos hace más plenos. Hagamos que nuestra mente y nuestro corazón estén guiados por esta gran fuerza, pues nos estaremos acercando a la mismísima Fuente de toda Vida. Permitamos que nuestro Dios amigo nos resucite, nos levante y restaure nuestras vidas. Pues Él mismo se define como un ser pleno de VIDA:
Yo soy el pan de vida.
Yo soy el agua viva.
Yo soy la luz del mundo.
Yo soy el deseo de todos los tiempos.
Yo soy la puerta abierta a la salvación eterna.
Yo soy la realidad de la vida sin fin.
Yo soy el buen pastor.
Yo soy la senda de la perfección infinita.
Yo soy la resurrección y la vida.
Yo soy el secreto de la supervivencia eterna.
Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Yo soy el Padre infinito de mis hijos finitos.
Yo soy la verdadera vid, vosotros sois los sarmientos.
Yo soy la esperanza de todos los que conocen la verdad viva.
Yo soy el puente vivo que va de un mundo a otro.
Yo soy el enlace vivo entre el tiempo y la eternidad. 182:1.11 (1965.5)
Como dijo un famoso poeta: «Quiero hacer contigo lo que hace la primavera con los cerezos». Así es nuestro Dios, el que busca hacer florecer nuestra alma, invocar la belleza interior y favorecer el crecimiento incesante. El Dios VIVO nos tiende siempre la mano. Levantémonos y vivamos pues.