La alegría perfecta
Bienvenidos, bienvenidas, un mes más a este punto de encuentro que es el boletín Luz y Vida. Siéntete como en tu casa, entra y descansa de las incesantes tareas y toma contacto con tu ser más interno a través de todo un abanico de contenidos muy interesantes. No estamos solos en el proceso de crecimiento espiritual, únete a nosotros y disfrutaremos juntos de este fascinante viaje que es la vida en este planeta.
Ay, familia, ¡qué mundo en el que nos ha tocado vivir! Tan lleno de inmensas transformaciones y profundos desafíos; un mundo que nos pide foco extremo en nuestros valores y prioridades.
A veces se nos hace duro mantener el ritmo, ¿verdad? ¿Debemos evadir nuestras responsabilidades, nuestra experiencia material a través de nuestra espiritualidad?
¡Todo lo contrario! No estamos aquí para evadirnos en el mundo espiritual, estamos aquí, en el mundo físico, para traer el mundo espiritual y hacer de este mundo un jardín del Edén.
La encarnación de nuestro querido Creador, Miguel de Nebadon, ya es una muestra palpable de ese deseo divino de enaltecer la vida material, de afrontar lo que supone vivir en la materia, no huir de ella. La oración que elaboró en Nazaret para sus hermanos nos lo muestra:
Padre nuestro que estás en los cielos,
Santificado sea tu nombre.
Que venga tu reino; que se haga tu voluntad
En la tierra como en el cielo. 144:3.3
Este deseo de perfeccionar el mundo material no debía terminar, en modo alguno, con su partida física de nuestro planeta. Sus discípulos tenían la encomienda de seguir expandiendo esa elevación de la consciencia que era su mensaje, algo que «hará nuevo al viejo mundo».
«No solo me habéis elegido vosotros a mí sino que yo también os elegí a vosotros, y os he ordenado para que salgáis al mundo a servir a vuestros semejantes por amor igual que yo he vivido entre vosotros y os he revelado al Padre. El Padre y yo trabajaremos con vosotros y vosotros experimentaréis la plenitud divina de la alegría solo con que obedezcáis mi mandamiento de amaros los unos a los otros como yo os he amado.» 180:1.4 (1945.1)
¿Recordáis el pasaje de la vuelta de los setenta predicadores ordenados en Magadán? El regreso de los discípulos está marcado por el gozo tras haber experimentado su propio poder sobre las fuerzas del mal: «hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Estaban exultantes de alegría, eufóricos, deseosos de hablar de sus logros.
El viernes 30 de diciembre mientras Jesús estaba en las colinas cercanas con Pedro, Santiago y Juan, los setenta mensajeros fueron llegando de dos en dos al cuartel general de Pella acompañados por numerosos creyentes. Cuando Jesús volvió al campamento hacia las cinco de la tarde, los setenta estaban reunidos en el lugar dedicado a la enseñanza. La cena se retrasó más de una hora mientras estos entusiastas del evangelio del reino terminaban de contar sus experiencias. Los mensajeros de David habían traído a los apóstoles muchas de estas noticias durante las semanas anteriores, pero fue realmente inspirador oír a estos maestros del evangelio recién ordenados contar personalmente cómo había sido recibido su mensaje por una audiencia hambrienta tanto de judíos como de gentiles. Por fin Jesús podía ver a unos hombres que salían a difundir la buena nueva sin su presencia personal. El Maestro supo entonces que podría dejar este mundo sin dificultar demasiado el progreso del reino. 163:6.1 (1806.5)
Jesús mismo se sintió eufórico ante estos hechos, pleno de esperanza hacia sus seguidores.
… justo antes de compartir la cena, cuando Jesús experimentó uno de los pocos momentos de éxtasis emocional que sus seguidores tuvieron la ocasión de presenciar. Dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque aunque este evangelio maravilloso se oculta a los sabios y engreídos, el espíritu ha revelado estas glorias espirituales a estos hijos del reino. 163:6.4 (1807.2)
Pero ya conocemos la profundidad del pensamiento de nuestro querido Creador, su perspicacia espiritual, por lo que al día siguiente reunió a los setenta y les dio una clave muy importante para ellos (y también para nosotros):
Y ahora, sin querer enfriar el regocijo de vuestro espíritu, quiero preveniros seriamente contra las sutilezas del orgullo, del orgullo espiritual. 166:6.6 (1807.5)
¡Qué razón tenía Jesús al advertirles sobre ello! Supo señalar con certeza el origen de la caída de un ser espiritual elevado, pleno de entusiasmo, vanagloriado de sí mismo y sobredimensionado en su ego.
El progreso espiritual está fundamentado en el reconocimiento intelectual de la pobreza espiritual unido a la autoconsciencia del hambre de perfección, el deseo de conocer a Dios y ser como él, el propósito entusiasta de hacer la voluntad del Padre del cielo. 100:2.1 (1095.5)
De estos pasajes se pueden extraer múltiples enseñanzas, pero hoy, en esta reflexión, vamos a centrarnos en una.
¿Estamos plenos de entusiasmo por la tarea que hemos «emprendido de enseñar al hombre mortal que es un hijo de Dios? ¿Seguimos a Jesús en su forma de relacionarse con los demás, como nos recuerda este pasaje?:
Jesús iba sembrando alegría a su paso. Estaba lleno de gracia y de verdad. Sus compañeros nunca dejaron de sentirse maravillados por la benevolencia de sus palabras. La amabilidad se puede cultivar, pero la benevolencia, que es el aroma de la amistad, emana de un alma saturada de amor. 171:7.1 (1874.4) [negrita añadida]
Jesús, de forma natural y no calculada, dispensaba salud y repartía felicidad mientras viajaba por la vida. Hacía el bien y se mostraba alegre mientras atendía sus obligaciones diarias. Su impulso vital no provenía de una exaltación de orgullo personal.
¡Qué lejos de este Dios que se muestra alegre y de buen humor han estado muchos de sus seguidores a lo largo de la historia! Como muestra un botón: ¿os acordáis del libro de Umberto Eco, El nombre de la rosa? Este libro nos muestra una imagen de la Iglesia medieval donde se primaba el temor, el miedo a la divinidad… y un monasterio donde se asesinaba para no mostrar al mundo el valor de la risa y la alegría. Sin duda, el momento álgido de la película homónima es en el que el monje veterano hace un alegato sobre los «peligros de la risa». La risa mata el miedo, afirma sin dudar. Así es: cuando nos reímos no estamos pensando ni en el pasado, ni el futuro, ni siquiera el presente. Ahuyentamos nuestros miedos y sombras.
¿Y nosotros? ¿Estamos de buen talante, alegres, ante la certeza de ser hijos de un Dios? Pero hablamos de una alegría profunda, no superficial o exaltada como la que disfrutaron los setenta tras su primera salida de predicación. A ellos les fue muy bien y se alegraron con razón, su autoestima subió muchos puntos. Más adelante, con las persecuciones, los insultos y las ejecuciones a los seguidores del Nazareno, ¿siguieron todos con buen ánimo? ¿Hubo entereza ante los embates duros de sus perseguidores? ¿Sabemos estar hoy día enteros ante los retos de la vida? ¿Nos arrastran estos retos como hojas al viento?
Como podrás ver en todas partes, lo que se promueve masivamente para ser feliz es ganar dinero y vivir hacia fuera. Esto es, que tu vida sea pura distracción y que la atención se ponga en las noticias, los nuevos videojuegos o las vidas lujosas de los famosos. Pero ¿eso te da la alegría y la paz que buscas?
Esta sociedad potencia la distracción y la evasión como método para ser feliz, cuando en realidad eso te aleja de ti mismo y tan solo pospone la insatisfacción, ya que aumenta el deseo y potencia el miedo a no tener o a no ser suficiente. Por ejemplo, vas a sentirte mejor si estás en contacto con la naturaleza, no si pasas la mayoría de tu tiempo viendo las redes sociales o mirando todas las series de la televisión de pago.
Aprendamos de nuestro Maestro
Ciertamente la alegría, el sentido del humor, «cambian el carácter de nuestros pensamientos», como decía el pensador y escritor chino Li Yutang. Eleva la calidad de nuestros pensamientos, es un antidepresivo natural. Nos regala una bocanada de esperanza, elimina barreras entre los humanos, nos ayuda a llevar de forma más ligera las cargas de la vida cotidiana… pero hablamos de una alegría en nuestro ser profundo, la alegría que se consigue como fruto del espíritu por afinidad con la divinidad, por estar unidos a Él.
A este respecto es muy útil que recordemos un pasaje de la vida de san Francisco de Asís, una de las florecillas de san Francisco.
¿San Francisco? ¿Florecillas? ¿Qué es esa cursilada?, puede que te estés preguntando. Pues bien, estas no son más que un compendio de episodios de la vida de este santo, y se llaman florecillas según la costumbre medieval que llamaba floretum a la selección de los mejores pasajes de una obra.
Hecha la introducción de rigor, hoy quiero compartir contigo concretamente el capítulo VIII, «Cómo san Francisco enseñó al hermano León en qué consiste la alegría perfecta». No cualquier alegría, sino la alegría perfecta. Me suena que tenía que ver con algún secreto importante, pero mientras me acuerdo te dejo con este maravilloso texto. Encuentra tú mismo la «perla» que está ahí escondida:
Iba una vez san Francisco con el hermano León de Perusa a Santa maría de los Ángeles en tiempo de invierno. Sintiéndose atormentado por la intensidad del frío llamó al hermano León, que caminaba un poco delante, y le habló así:
—¡Oh, hermano León! Aun cuando los hermanos menores dieran en todo el mundo grande ejemplo de santidad y de buena edificación, escribe y toma nota diligentemente que no está en eso la alegría perfecta.
Siguiendo más adelante, le llamó san Francisco una segunda vez:
—¡Oh, hermano León! Aunque el hermano menor devuelva la vista a los ciegos, enderece a los tullidos, expulse a los demonios, haga oír a los sordos, andar a los cojos, hablar a los mundos y, lo que aún es más, resucite a un muerto de cuatro días, escribe que no está en eso la alegría perfecta.
Caminando un poco más, san Francisco gritó con fuerza:
—¡Oh, hermano León! Aunque el hermano menor llegara a saber todas las lenguas y todas las ciencias y todas las Escrituras hasta poder profetizar y revelar no solo las cosas futuras, sino aun los secretos de las conciencias y las almas, escribe que no es esa la alegría perfecta.
Un poco más adelante, san Francisco volvió a llamarle alzando la voz:
—¡Oh, hermano León, ovejuela de Dios! Aunque el hermano menor hablara la lengua de los ángeles y conociera el curso de las estrellas y las virtudes de las hierbas, y le fueran descubiertos todos los tesoros de la tierra y conociera todas las propiedades de las aves, de los peces, de todos los animales, de los hombres, de los árboles, de las piedras, de las raíces y de las aguas, escribe que no está en eso la alegría perfecta.
Así siguió por espacio de dos millas. Por fin el hermano León, lleno de asombro, le preguntó:
—Padre, te pido de parte de Dios que me digas en qué está la alegría perfecta.
Y san Francisco le respondió:
—Si, cuando lleguemos a Santa María de los Ángeles, mojados como estamos por la lluvia y pasmados de frío, cubiertos de lodo y desfallecidos de hambre, llamamos a la puerta del lugar y llega malhumorado el portero y grita: «¿quiénes sois vosotros?», y nosotros le decimos: «somos dos de vuestros hermanos». Y él dice: «¡mentira! Sois dos bribones que vais engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres. ¡Fuera de aquí!». Y no nos abre y nos tiene allí fuera aguantando la nieve y la lluvia, el frío y el hambre hasta la noche. Si sabemos soportar con paciencia, sin alterarnos y sin murmurar contra él todas esas injurias, esa crueldad y ese rechazo, y si más bien pensamos, con humildad y caridad, que el portero nos conoce bien y que es Dios quien le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que aquí hay alegría perfecta.
»Y si nosotros seguimos llamando, y él sale fuera furioso y nos echa, entre insultos y golpes, como a indeseables importunos, diciendo: «¡fuera de aquí, ladronzuelos miserables! ¡Id al hospital, porque aquí no hay comida ni hospedaje para vosotros!». Si lo sobrellevamos con paciencia y alegría y en buena caridad, ¡oh, hermano León!, escribe que aquí hay alegría perfecta.
»Y si nosotros, obligados por el hambre y el frío de la noche, volvemos todavía a llamar, gritando y suplicando entre llantos por el amor de Dios, que nos abra y nos permita entrar, y él más enfurecido dice: «¡vaya con estos pesados indeseables! Yo les voy a dar su merecido». Y sale con un palo nudoso y nos coge por el capucho y nos tira a tierra y nos arrastra por la nieve y nos apalea con todos los nudos de aquel palo; si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo, acordándonos de los padecimientos de Cristo bendito, que nosotros hemos de sobrellevar por su amor, ¡oh, hermano León!, escribe que aquí hay alegría perfecta.
»Y ahora escucha la conclusión, hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a sí mismo y de sobrellevar gustosamente, por amor de Cristo Jesús, penas, injurias, oprobios e incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, ya que no son nuestros, sino de Dios; por eso dice el apóstol: ¿qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y si lo has recibido de Él, ¿por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo? (1 Cor 4,7). Pero en la cruz de la tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro.»
Tremendo texto, ¿no?
Morir al deseo de tener calor, cuando hace frío y estar siempre agradecidos. Liberarnos de deseos mundanos lícitos. Alegría honda sin estar conectada al éxito o al fracaso. Pasando por encima o por debajo de eso elementos externos…
La actitud, pues, es lo fundamental. La actitud de alegría y gratitud, a ejemplo de nuestro querido Maestro. Alguien que haya hecho limpieza en casa con amor, alguien que haya trabajado en su puesto de trabajo con conciencia amorosa, alguien que haya hecho deporte con conciencia de presente, ahí, finalmente, encontrará la alegría perfecta. La alegría de los hijos de Dios. Hasta en la fría intemperie… pues todo está unido a Dios.
Y con esa alegría perfecta, podremos realmente traer el Cielo a la Tierra.