El Padre Universal ha decretado: «Sed perfectos, así como yo soy perfecto». 26:4:12 (290.2)
Muchas veces he pensado lo difícil que resulta este decreto. ¿Y cómo se es perfecto? ¿En qué consiste esa perfección que se nos requiere? Reflexionando sobre este mandato, he necesitado profundizar en ello y comprender, de algún modo, qué quiere decir. Entender qué quiere el Padre de mí, de nosotros. Porque me sé imperfecta y porque la humanidad es imperfecta. Incluso la naturaleza es imperfecta.
Es Jesús quien me ha dado una pista:
El amor fraterno significa amar al prójimo como a uno mismo, y esto sería el cumplimiento adecuado de la «regla de oro». Pero el afecto paterno requiere que ames a tus semejantes como Jesús te ama a ti. 140:5:1 (1573.3)
Yo os digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os ultrajan. Y todo lo que vosotros creáis que haría yo para los hombres, hacedlo vosotros. 140:3.15 (1571.2)
Vuestro Padre en los cielos hace brillar el sol sobre malvados al igual que sobre buenos; del mismo modo él envía lluvia sobre justos e injustos. Vosotros sois los hijos de Dios; aún más, sois ahora los embajadores del reino de mi Padre. Sed misericordiosos, así como Dios es misericordioso, y en el eterno futuro del reino seréis perfectos, así como vuestro Padre celeste es perfecto. 140:3.16 (1571.3)
Es verdad que parece que Jesús nos pide un amor desproporcionado, pero en realidad no es así. Es sencillo y es proporcionado. Es dar de comer al que tiene hambre y agua al que tiene sed. Es tender mi mano a quien lo necesita. Si la palabra prójimo significa próximo, es estar al lado de quien está próximo y amarlo. Pero aún más allá, no se trata de ver quién es el prójimo, sino de ser uno mismo prójimo. Prójimo de quien está cerca, y lejos, incluso de mis enemigos. No tengo por qué ir al cine con mi enemigo, ni acercarme a quien me hace daño, pero sí puedo rezar por él y desearle el bien.
Creo que las cosas de Dios hay que traerlas hacia adentro, y llevarlas a cabo hacia afuera.
¿En qué puede consistir, entonces, la perfección? Sencillamente en la misericordia, que no es otra cosa que el amor en acción. Hay que reconocer que podemos errar y aprender de los errores, perdonar las imperfecciones de los demás y también las nuestras. Es decir, que el amor de más, el amor que va más allá de la «regla de oro» equivale a ser perfectos. Y desde esta enseñanza algo más he comprendido.
No se trata de ser brillantes. No se trata de sobresalir, ser el mejor de la clase. No. El ejercicio del amor es otra cosa. Y si me fijo bien, Jesús siempre prefirió el amor de los frágiles, de los pecadores, de los que sufren, de los que se caen y se levantan. Un amor herido. Un amor no divino, sino humano. Un amor imperfecto. Incluso si observo la naturaleza, es perfecta en su imperfección.
He escogido la imagen de una dehesa porque creo que representa bien cómo nos ama Dios. Es una acuarela que pinté hace poco. Hay árboles torcidos, encinas, pequeñas y grandes, seguramente alguna incluso podrida. Naturaleza imperfecta. Pero Él hace salir el sol para todos, y esa es su forma de amar. Eso es lo que nos pide: Sed misericordiosos, así como Dios es misericordioso, y en el eterno futuro del reino seréis perfectos, así como vuestro Padre celeste es perfecto.