Una vez más, queridos lectores y lectoras de este boletín, nos encontramos y reflexionamos juntos sobre El libro de Urantia y sus sorprendentes enseñanzas. Y una vez más nos acercamos a las celebraciones de la semana santa. Unos días de vacaciones, festivos, con diversas procesiones por España, oficios religiosos, etc. En el calendario solar judío ahora ya ha comenzado el hermoso mes de Nissán, el primero del año y, con él, la primavera. Los comienzos se exteriorizan y brotan, se van las brumas invernales… Es un momento estupendo para renovarnos por dentro.
Aquel joven andaba sucio, solo y hambriento. Muy hambriento. Tal era su hambre que sentía que la congoja se le desbordaba en llantos silenciosos. Lloraba porque se acordaba de su deplorable situación y se le rompía el corazón. Lloraba hasta estar exhausto y quedarse dormido.
¡Él, que había soñado con viajar y recorrer mundo! ¡Él, que había vivido como un príncipe y que ahora vivía como un pordiosero entre cerdos!
Una mañana, mientras echaba de comer a los cerdos, se metió en la boca una algarroba. Víctima de un hambre que le enloquecía, se comió otra y otra más, hasta sentirse saciado. Poco después, entre tristes arcadas, lo vomitó todo.
Con la nostalgia brotando por todo su cuerpo, recordaba el patio de los limoneros, el pozo con la enredadera, las palomas en el tejado, cerraba los ojos y se acurrucaba en un rincón.
De esta forma pasaban los días: trabajaba, dormía, comía algo, lloraba… Poco a poco se alejaba de sí mismo y ya no recordaba quién era realmente. Se embrutecía, se asilvestraba y se encogía cada vez más.
Pero una mañana hubo un silencio curioso y extraño. Uno a uno, los cerdos fueron dejando de gruñir, hocicar y tragar y se lo quedaron mirando. Miraban a este hombre extraño, desgreñado y de triste silueta. Y con ese silencio su mente hizo un «clic», una parada. El joven se puso a pensar. Hacía tiempo que no lo hacía, pero en el instante en que pudo pensar, se dio cuenta de algo que no se le había ocurrido antes: «volveré a la casa de mi padre». Se puso en marcha de inmediato. Atrás dejaba el hedor, los insultos del patrón, el cuchitril donde había vivido esos años. Partía hacia su casa, a la libertad, a ser de nuevo él mismo.
Durante sus años de enseñanza Jesús contó y volvió a contar muchísimas veces la historia del hijo pródigo. Esta parábola y la del buen samaritano eran sus medios preferidos de enseñar el amor del Padre y las buenas relaciones entre los hombres. 169:1.16 (1853.3)
Esta hermosa parábola, la del hijo pródigo, nos muestra que no hay nada más hermoso que peregrinar hacia uno mismo, caminar hacia lo que somos. ¡Profundizar en uno mismo es la auténtica revolución! ¡Pero cuántos son los caminos por los que nos perdemos! Ese hijo pródigo somos tú y yo. Dilapidamos los tesoros que Dios nos da y buscamos fuera lo que está dentro de nosotros, en nuestra conciencia. Estamos rodeados de «cerdos» o «comiendo algarrobas» que nos presenta la vida, y nos damos cuenta, con pudor, que vivimos muy por debajo de lo que nos corresponde. ¿Cómo puede ser que esté viendo este programa de TV tan deplorable? ¿Qué hago en este trabajo? ¿De verdad que esto es todo lo que puedo hacer con mi pareja? Volveré, nos decimos entonces. Retornaré a mí mismo, camino a casa, paso a paso.
Media vida nos la hemos pasado correteando de aquí para allá, viajando, estudiando, manteniendo relaciones… Media vida derrochando el tiempo en tropezones, gastando la vida en probar y aprender, descubriendo las cosas que no llenan y llegando por fin, por nuestros propios medios, a descubrir dónde estaba el tesoro.
El joven y pensativo Jesús de Nazaret, con su perspicacia, fue descubriendo también (como nosotros) dónde estaba la clave de todo: dentro.
Y sin embargo, cuando este hombre iba y venía por Nazaret camino de su trabajo, era literalmente cierto —en lo que a un vasto universo se refiere— que «en él se ocultaban todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento». 128:7.2 (1417.1)
También sabía Jesús que era imprescindible saber situarse en el punto justo, en la humildad de lo pequeños que somos (en este inmenso e inabarcable universo), pero también es cierto que podemos descubrir también las grandes posibilidades que se nos pueden abrir a continuación:
Dichosos los pobres de espíritu, los humildes, porque de ellos son los tesoros del reino de los cielos. 140:3.3 (1570.4)
El joven vividor volvió a casa por la experiencia de vacío, de saberse que era nada, por la que tuvo que pasar. Tuvo que pasar por la experiencia de disfrutar las vanidades del mundo, conocer los placeres de los sentidos, vivir en el exterior de tu cuerpo para ponerse en camino hacia el verdadero mundo. Tras un golpe de la vida, tras un vacío, tras sufrir y ver con humildad nuestros límites y sentir la soledad, las personas, entonces, queremos volver a Dios. Sin el vacío, nunca regresamos al encuentro de Dios, del Padre. Es lógico: a nadie le cuesta desprenderse de una menudencia cuando encuentra un tesoro.
Pero esta preciosa historia del hijo pródigo tiene muchos matices. Las parábolas eran utilizadas por Jesús precisamente por eso, por ser tesoros de múltiples enseñanzas espirituales.
También nos podemos sentir identificados en esta historia con el personaje del padre, la figura clave que Jesús quería que comprendiéramos. Nos habla de un padre que nos da libertad para que nos marchemos y que permite incluso que nos perdamos; un padre que no se cansa de esperarnos y se alegra profundamente cuando volvemos a él.
Jesús mismo, como Padre creador de una vasta hueste de seres, también actúa como padre, como ese padre de la parábola. Paciente, generoso y perdonador de nuestros extravíos. Él era padre y debió sufrir como tal por el descarrío de Lucifer y sus seguidores, unos hijos e hijas que renegaban de su padre y sus enseñanzas.
Otro problema algo difícil de explicar en la constelación de Norlatiadek es el referente a las razones por las que se permite a Lucifer, Satanás y los príncipes caídos causar daño durante tanto tiempo antes de ser apresados, internados y juzgados.
Los padres, aquellos que han tenido y criado hijos, entenderán mejor por qué a Miguel, un padre-Creador, le podría costar condenar y destruir a sus propios Hijos. La historia del hijo pródigo que narrara Jesús ilustra bien cómo un padre amoroso puede esperar durante mucho tiempo el arrepentimiento de un hijo errado.
El hecho mismo de que una criatura que hace el mal pueda elegir realmente actuar así —pecar— establece el hecho del libre albedrío y justifica plenamente cualquier aplazamiento en la ejecución de la justicia, siempre que la misericordia prorrogada pudiera conducir al arrepentimiento y la rehabilitación. 54:4.1-3
Esta parábola, por tanto, también nos muestra cómo era Jesús: un magnífico padre. Nos muestra cómo podemos emularle en ese ideal de amor paternal.
Desde el sermón de la montaña hasta el discurso de la Última Cena, Jesús enseñó a sus discípulos a manifestar un amor paternal en lugar de un amor fraternal. El amor fraternal consiste en amar al prójimo como os amáis a vosotros mismos, y esto sería el cumplimiento adecuado de la «regla de oro». Pero el afecto paternal exige que améis a vuestros semejantes mortales como Jesús os ama a vosotros. 140:5.1 (1573.3)
Al amor paternal le llena de alegría devolver bien por mal, responder a la injusticia haciendo el bien. 140:5.24 (1575.9)
Esta manera tan elevada de comportamiento nos sorprende, va a contracorriente de lo que observamos muchas veces, pero así es Dios; así es nuestro creador, Miguel.
Después de este encuentro, el hijo levantó los ojos hacia el rostro bañado en lágrimas de su padre y dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y a tus ojos, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo…’, pero el muchacho no pudo terminar su confesión porque el padre rebosante de alegría dijo a los criados que habían llegado corriendo: ‘Traed enseguida su mejor túnica, la que yo guardé, y ponédsela, poned en su mano el anillo de hijo e id a buscar unas sandalias para sus pies’. 169:1.9 (1852.2)
El padre deja atrás el pasado, le deja sumergirse en el presente del abrazo. Vivamos pues en el presente, en el abrazo de este Padre amoroso que siempre nos espera y nos ama sin medida. Volvamos pues, ya cargados de las experiencias que nos han destruido y construido, hacia quien está dentro de nosotros, que está siempre «vigilando por si volvemos», que hace una fiesta por nuestro regreso:
Y luego el feliz padre, después de conducir hasta la casa al muchacho agotado y dolorido de pies, dijo a sus sirvientes: ‘Traed al becerro cebado, matadlo, y comamos y celebremos, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado’. Todos se reunieron alrededor del padre para regocijarse con él porque había recuperado a su hijo. 169:1.10 (1852.3)
Dejemos abrazar en el presente por Sus brazos. Volvamos como hijos pródigos a nuestra casa. Retornemos a nosotros mismos. Esa es la extraordinaria lección de El libro de Urantia.