«Cuenta una vieja historia que en un pequeño pueblo se desató una tormenta tal que el río se desbordó y lo inundó todo por completo. Los habitantes escapaban como podían, pero el sacerdote, que siempre había sido un hombre de gran fe, permanecía en la entrada de la parroquia rezando a Dios para que lo sacase de allí.
En ese momento, pasaba por allí un hombre conduciendo una camioneta que le gritó:
– ¡Padre, venga, que el agua sigue subiendo!
– No te preocupes, hijo. –respondió el sacerdote– Dios me salvará.
El nivel del agua seguía creciendo y el sacerdote, con el agua hasta la cintura, continuaba rezando. Pasó entonces un bote de remos con varios hombres, que le gritaron que subiera.
El sacerdote respondió con firmeza:
– Id vosotros, no os preocupéis más por mí, que Dios me salvará.
Los hombres se alejaron mientras la tormenta no cesaba y el agua seguía subiendo; tanto que el sacerdote tuvo que trepar al techo de la parroquia. Cuando el agua estaba a punto de cubrirlo todo, se acercó al sacerdote un helicóptero desde donde le hicieron señales para que cogiera la cuerda de rescate, pero éste se negó:
–¡Yo soy un hombre de fe! –gritó al helicóptero– ¡Dios me salvará!
Sin embargo, el agua continuaba cayendo y el sacerdote terminó ahogándose y llegó a las puertas del cielo. Cuando se encontró cara a cara con Dios, no pudo sino recriminarle que lo hubiese dejado morir de ese modo.
–Mi Señor –le dijo el sacerdote con tristeza–, ¿por qué me abandonaste?
–¿Pero de qué abandono me hablas? –le respondió Dios– ¡Te envié una camioneta, te envié un bote y te envié un helicóptero!»
Esta historia me la contaban en formato chiste cuando era pequeña y al cabo de los años me di cuenta de que tenía más enseñanzas, pues todos tenemos muy cerca, a mano, a Dios y no sabemos verlo. Necesitamos despertar a la auténtica realidad, pues ello dará un sentido radicalmente distinto y maravilloso a nuestra existencia.
En la tradición espiritual de la Cábala nos hablan de la importancia de despertar del sueño en el que estamos inmersos en nuestras vidas, pero del que podemos salir cuando tomamos conciencia de que NO HAY SATISFACCIÓN en las cosas o logros materiales, cuando sentimos infelicidad aun teniéndolo todo, cuando nada parece darnos plenitud. Entonces es cuando se produce ese despertar. En ese momento es cuando se toma conciencia de que la vida no se trata de tener sino de SER.
Ese estado elevado de nuestra alma lo llaman los cabalistas «el punto del corazón». El gran maestro Raúl Durán describe cómo se puede producir un proceso por el cual vamos ascendiendo en la pirámide de los deseos: comenzaríamos buscando la satisfacción de nuestro cuerpo material, ascendiendo luego en la pirámide con la búsqueda de riquezas, progresando a continuación hacia más fama o poder, después vendría el deseo de conocimiento hasta llegar por fin al deseo de crecimiento espiritual, a satisfacernos solo con el contacto con nuestro Creador, nuestro Padre. Despertamos así espiritualmente en ese «punto del corazón» que nos transforma en nuestra percepción de la realidad.
Los lectores de El libro de Urantia tenemos en nuestro querido Maestro alguien que vivía en ese punto maravilloso de contacto con la Divinidad, pues el mundo era para Él un espejo del Amor en el que estamos viviendo. Y ahora, en este tiempo que vivimos, estamos muy necesitados de imágenes que hagan patente que Dios no está lejos o fuera, sino dentro y aquí, siempre a mano.
Jesús utilizó hace más de dos mil años múltiples imágenes para acercarnos a esta realidad divina, cuando comparaba el Reino de Dios con una moneda, con una red, con una semilla, etc. Pero en realidad no es que buscase con qué comparar el reino de Dios, más bien habría que decir que veía ese reino en la perla, en la moneda, en la boda, en las barcas que salían a navegar… Veía en todos esos ejemplos cotidianos a Dios y luego, entusiasmado, lo contaba con alegría, con tal fuerza, que contagiaba a muchos de su visión. Veía un árbol y en el árbol (no detrás de él) veía la vida, veía a una madre y su hijo, y esa madre con su hijo eran la Vida misma. Todas las criaturas estaban para él tan vivas que traslucían al Creador. Estaba radicalmente despierto, veía la realidad tal como es.
Todos necesitamos relatos así, transparentes, que nos ayuden a ver las cosas como realmente son y a actuar desde el corazón de la vida. A actuar, como seguramente lo hacíamos en nuestra niñez, deslumbrados por las maravillas continuas, el asombro y la confianza en nuestros padres.
¿Cómo lograba Jesús esa conexión continua con la Fuente? Él mismo nos ayuda, pues sus enseñanzas sobre la oración fueron también sencillas y claras, directas y rompedoras respecto a muchas creencias de su entorno sobre cómo relacionarnos con Dios. Es un Maestro mostrando un camino mejor:
Jesús era particularmente reacio a orar en público; los doce le habían oído orar muy pocas veces hasta ese momento. Observaban que pasaba noches enteras orando o adorando y tenían mucha curiosidad por conocer su método o su forma de orar. 144:3.14 (1620.12)
Jesús enseñó a los doce a orar siempre en secreto; a apartarse para orar en algún lugar tranquilo de la naturaleza o a solas en sus habitaciones con la puerta cerrada. 144:3.15 (1620.13)
Nos dice el sacerdote Pablo D’Ors que uno de los rasgos más característicos de Jesús era su gran voluntad pedagógica, de ser un Maestro. Él entendió muy pronto que, además de anunciar, debía enseñar. Su forma de ser Maestro, sus enseñanzas, buscaron ser sencillas y breves, casi todos podían entender lo que decía, si bien a distintos niveles de profundidad. No solía argumentar o elaborar teorías, más bien al contrario. Partía siempre de una imagen, era una artista: los lirios del campo, la moneda perdida, la levadura, el manto, los pájaros… todas sus palabras eran imágenes. Por ello su predicación no se olvidaba y ha pasado a la posteridad.
Notemos este ejemplo, un poco jocoso, de un vecino pesado y molesto, que Jesús utiliza para aclararnos la importancia de la persistencia y el enfoque. Todas las cosas que le rodeaban podían traslucir Verdad, todas las imágenes le servían:
Si alguno de vosotros llama a casa de su vecino a media noche diciendo: ‘Amigo, préstame tres panes porque ha venido a verme un amigo mío que está de viaje y no tengo nada que ofrecerle’, y vuestro vecino responde: ‘No me molestes, la puerta ya está cerrada, mis hijos y yo estamos acostados y no puedo levantarme a darte pan’, vosotros insistiréis explicándole que vuestro amigo tiene hambre y que no tenéis nada que darle. Os digo que aunque vuestro vecino no se levante para daros el pan por ser amigo vuestro, se levantará para que dejéis de molestarlo y os dará tantos panes como necesitéis. Por lo tanto, si la insistencia consigue los favores incluso del hombre mortal, cuánto más vuestra insistencia en el espíritu conseguirá para vosotros el pan de vida de las manos generosas del Padre del cielo. Os lo repito: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama a la puerta de la salvación se le abrirá. 144:2.3 (1619.1)
La primera conclusión de todo este planteamiento innovador de Jesús es que la oración no necesita templos o iglesias, puesto que el templo somos nosotros mismos: nuestro cuerpo es el santuario donde se produce eso que llamamos oración. La aventura del alma se verifica en nuestro cuerpo.
De ahí llegamos a otra conclusión revolucionaria: si para orar no es preciso el templo, tampoco son necesarios los sacerdotes y la asamblea. Cerrar la puerta es capital, la puerta se cierra a lo de fuera para que pueda abrirse a lo de dentro. No es de extrañar, pues la relación entre el amado y la amada exige intimidad.
Otra clave también se refiere a una advertencia que hizo Jesús, importante:
Jesús advirtió a sus seguidores que sus oraciones no se volverían más eficaces mediante repeticiones floridas, frases elocuentes, ayunos, sacrificios o penitencias. 146:2.15 (1640.4)
Orar no consiste en hablar mucho, pedir con elocuencia cosas, porque las palabras, cuando no nacen de lo profundo, tienden a interferir en el flujo de la vida hasta bloquearlo; y porque cuando pedimos es siempre porque tenemos algún interés personal. La oración, realmente, no va por ahí. Es así como en lugar de ser un medio, las palabras puedan convertirse a menudo en un obstáculo.
El silencio, por contrapartida, carente de ideas y de emociones, es el marco en el que escuchamos y somos escuchados, en el que miramos y somos mirados; y en eso, precisamente, consiste la oración.
El silencio nunca puede ser un obstáculo, es demasiado discreto, humilde y desnudo como para obstaculizar nada. Nadie se puede enorgullecer por callar mejor que otro. Por ello, el silencio es el ámbito en el que el espíritu puede revelarse con más claridad.
Una de las razones por las cuales Pedro, Santiago y Juan, que acompañaron tantas veces a Jesús en sus largas noches de vigilia, nunca le oyeron rezar es que su Maestro casi nunca ponía sus oraciones en palabras habladas. Jesús hacía casi toda su oración en silencio: en su espíritu y en su corazón. 144:4.10 (1621.9)
Así pues, hagamos como nuestro querido Maestro: entremos en nuestro aposento, entremos en nuestro cuerpo, cerremos la puerta a los sentidos, apartando los estímulos externos y sosegando nuestra mente, para escuchar y mirar hacia dentro, hacia Él. Porque en la habitación silenciosa de nuestro cuerpo aquietado y de nuestra mente silenciada está esa Fuente y Centro que nos saciará para siempre. Ahí estará por fin nuestro corazón saciado. Sentiremos que, por fin, estamos despiertos.