La transformación en Dios
A lo largo de la historia conocemos múltiples seres que nos muestran cómo podemos progresar espiritualmente y que nos permiten aunar fuerzas, hacer equipo con ellos, tener más aliados en esta tarea primordial en la Tierra.
En 1584 un sencillo fraile, san Juan de la Cruz, decía en un escrito a una amiga: «El más perfecto grado de perfección a que en esta vida se puede llegar es la transformación en Dios».
«La transformación en Dios» es la experiencia crucial en nuestras vidas, un proceso colosal, un nacer de nuevo… morir a una forma de vida basada en el pequeño yo (egocentrismo, materialismo, deshumanización, desnaturalización, etc.) y resucitar en vida, es decir, nacer a otra manera de vivir, coherente y consistente con la propia naturaleza divina.
De esta peculiar metamorfosis, de este nuevo nacimiento ya habló hace bastantes siglos Cristo con Nicodemo, un distinguido miembro del Sanedrín. Alguien que pertenecía a una institución preocupada por conservar la verdad fosilizada, interesada en preservar privilegios y nexos económicos con el poder político, fue recibido por Jesús de Nazaret con serenidad, seriedad y dignidad. Ante sus preguntas, Jesús le respondió: «Nicodemo, en verdad, en verdad te digo que el que no nace de arriba no puede ver el reino de Dios».
Ante la perplejidad de Nicodemo, Jesús contestó:
«El espíritu del Padre del cielo mora ya dentro de ti. Si te dejas conducir por este espíritu que viene de arriba, empezarás muy pronto a ver con los ojos del espíritu. Cuando esto ocurra y tú elijas de todo corazón seguir la guía del espíritu, nacerás del espíritu, puesto que el único propósito de tu vida será hacer la voluntad de tu Padre que está en el cielo. Y al verte nacido así del espíritu y feliz en el reino de Dios, empezarás a producir los frutos abundantes del espíritu en tu vida diaria».
Nicodemo estaba profundamente impresionado, pero se marchó perplejo. Había logrado un buen desarrollo personal, dominio de sí mismo e incluso altas cualidades morales. Era refinado, egocéntrico y altruista, pero no sabía cómo someter su voluntad a la voluntad del Padre divino como un niño pequeño acepta someterse a la guía y la dirección de un padre terrenal sensato y amoroso, y convertirse así realmente en hijo de Dios y heredero progresivo del reino eterno. (Documento 142, sección 6)
Este cambio tan radical que implica someter nuestra voluntad a una instancia mayor (nos lo muestra la tozuda realidad con contundencia) suele ser promovido por las experiencias de sufrimiento; estas son las que más promueven la toma de consciencia y la evolución espiritual. Esto es así a causa de los removimientos (a veces, auténticos movimientos sísmicos) que nos hacen experimentar. Estos removimientos tienen la virtud de sacarnos de la zona de confort, de la distracción estéril, del apego al confort material.
A partir de estas experiencias de sufrimiento nos hacemos preguntas que antes no nos habríamos formulado, nos interesamos por asuntos y temas que antes nunca nos habrían atraído, nos acercamos a personas a las que nunca nos habríamos aproximado, vemos películas o vídeos que antes no nos interesaban, leemos libros que, por su contenido, antes no hubiéramos leído, etc.
En el poema «Noche oscura», san Juan de la Cruz dejó un testimonio inigualable, por su profundidad y belleza, del poder transformador del sufrimiento, del que la noche es metáfora. Aquí un extracto:
«¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable
más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste Amado con amada,
amada en el Amado transformada!»
Qué hermoso lo que nos narra: juntar al Amado (Dios) con la amada (nuestra alma), transformar la amada en el Amado…
Todo ello supone un toque de atención para quienes quieren pasar su vida en la tierra sin experimentar sobresaltos, ni conmociones, en un contexto cómodo, apacible y autocomplaciente del que poco jugo van a poder extraer en lo relativo a la expansión de la consciencia.
Lo curioso es que precisamente estos sobresaltos o terremotos que tiene la vida y que nos hacen crecer espiritualmente también nos permiten arraigarnos más fuertemente a lo que es inalterable. Realmente no importa lo que acontezca fuera, las tormentas que nos remuevan la existencia, mientras estemos anclados con nuestra intimidad más sagrada. Nos dice san Juan de la Cruz en un poema:
«Quedeme y olvideme,
el rostro recliné sobre el Amado;
cesó todo, y dejeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.»
Esa cercanía con la chispa divina hace decir a este gran poeta algo tan hermoso como que dejó sus cuidados, sus preocupaciones «entre las azucenas olvidado».
La conexión con la divinidad es totalmente necesaria, pues si no, la actividad se convierte en torbellino incesante que nos mantiene atrapados en lo meramente mundano o material, distraídos como Marta (la hermana de Lázaro y María), que según afirma el LU, tenía tendencia a “dispersarse con numerosas tareas innecesarias y a agobiarse con preocupaciones triviales”.
Mientras Marta se atareaba en todos esos supuestos deberes le molestaba que María no hiciera nada por ayudarla, por eso se dirigió hacia Jesús y le dijo: «Maestro, ¿no te importa que mi hermana me deje servir sola? ¿No le pedirás que me ayude?». Jesús contestó: «Marta, Marta, ¿por qué estás siempre inquieta por tantas cosas y preocupada por tantas pequeñeces? Solo hay una cosa que vale realmente la pena, y puesto que María ha elegido esa parte buena y necesaria, no se la quitaré. Pero, ¿cuándo aprenderéis las dos a vivir como os he enseñado, cooperando en el trabajo y refrescando vuestras almas al unísono? ¿No podéis aprender que hay un tiempo para cada cosa, que los asuntos menores de la vida deberían dejar paso a las cosas más grandes del reino celestial?» 162:8.3 (1798.1)
El mismo Jesús nos dice que tanto la acción como la meditación son necesarias, pero tienen su momento, deberíamos saber qué es lo que corresponde hacer aquí y ahora. En ese momento de encuentro de Jesús en Betania con los queridos tres hermanos, tocaba el encuentro amable, la paz y la conexión espiritual. Ya habría lugar para las demás actividades que conllevaba la hospitalidad judía. Habría momentos para la cooperación en el trabajo y momentos para refrescar las almas.
Estos dos aspectos, lo interior y lo exterior, tienen su sitio en la vida; y deben desplegarse en equilibrio, sabiendo que la base está en la introspección y utilizando esta como soporte y sostén de la acción externa que hay que desplegar.
Este aspecto está muy ligado al célebre mandato de la última cena de Jesús:
Por eso os doy un nuevo mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Y si os amáis así los unos a los otros, en eso conocerán todos que sois mis discípulos. 180:1.1
Jesús nos ha amado tan profundamente, sabiendo el gran valor que tenemos los seres humanos, con una chispa divina y un alma desplegándose en nuestro pensamiento, que nos invita también a percatarnos de su existencia en los todos los demás seres humanos, como existen en nosotros mismos.
¿Cómo se vive la cotidianidad, de instante en instante, a partir de ahí? O mejor, ¿cómo vivo?
Vamos a ver lo que nos recomienda el gran Juan de la Cruz, tomando el ejemplo de Cristo y yendo tras sus huellas. Lo sintetizó magistralmente en su «Cántico espiritual» cuando escribió que las criaturas habían visto pasar al Amado «mil gracias derramando»:
«Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura;
y, yéndolos mirando
con sola su figura,
vestidos los dejó de hermosura.»
Hagamos nuestra esta actitud, derramando mil gracias a nuestro paso, haciendo el Cielo en la Tierra, mostrando la experiencia de Dios cristalizada en el aquí y el ahora.
Vivir derramando el bien está a nuestro alcance, está a tu alcance… porque es lo propio de nuestra naturaleza divina.
Adquiramos el compromiso con nosotros mismos de no vivir de otra forma, de vivir nuestros instantes de la manera que nos mostró Jesús de Nazaret:
La esencia misma de la oración que enseñó a sus discípulos fue: «Que venga tu reino; que se haga tu voluntad». 196:0.8 (2088.3)
Una vez que concibió así que el reino consistía en la voluntad de Dios, se entregó a la causa de hacerlo realidad con admirable olvido de sí mismo y entusiasmo sin límites.